Los textos y las fotografías son creaciones surgidas por casualidad de mi cabeza :)

martes, 12 de enero de 2010

Café con sabor a chocolate y canela


Hacía días que nevaba. La ciudad estaba preciosa teñida de blanco con las luces nítidas de las farolas. En ese pequeño callejón, uno entre muchos del centro de la ciudad, estaba ella, en una pequeña cafetería, donde el café sabe un poco a chocolate y canela. Amy mojaba sus ganas en ese café que le sabía más amargo que dulce. Amy ya no podía esconder sus ganas de un buen polvo, hacía meses que nadie le hacía pasar un buen rato. Ahora mismo a Amy hasta el más leve susurro le habría dado el placer que ella buscaba, poder estampar en su cara esa sonrisilla que siempre aparece cómplice de todo ese placer adquirido gracias a otra persona. Cuando Amy se sentía así, solía salir de su casa ya con poca ropa: una falta cortita, sin medias (aguantaba muy bien el frio), no llevaba el sujetador (por eso de que a los hombres les suele costar un ratito el descubrir como va el cierre...) y las camisas que se ponía no solian llevar muchos botones abrochados, sólo los justos para que se viera pero a la vez que ocultasen. Puesto que iba tan expuesta al frio, su piel siempre estaba congelada, pero no le molestaba, es más le encantaba sentir dentro de ella ese placer helado que le recorría todo el cuerpo, muy despacio, llegando a todos los rincones que ella escondía y que sólo ella sabía llegar hasta allí. Porque al final no hay nada mejor que quererse a una misma, así que Amy cada día que se levantaba con ganas, se iba a la pequeña cafetería, bien destapada para que su piel se congelase, y después de beberse ese café con saber amargo en vez de dulce, terminaba en el baño, ella sola, sin nadie más, sola con ese placer helado que le empezaba a recorrer.

sábado, 9 de enero de 2010

El rincón de la vieja estación


Allí a lo lejos se ve la vieja estación de tren. Como si de hormigas se tratasen veo a esas diminutas personas aguantando sus paraguas, en sus manos ya más que congeladas, con sus largas caras (la que suele llevar todo el mundo en un día intenso de lluvia que no da señales de querer cesar) y enmedio de esas caras, las pequeñas naricitas coloradas debido al frío. Allí, en aquel rincón, donde no se solía situar nadie, estaba ella. Cualquiera se habría fijado en su hermoso cabello, largo y castaño. Llevaba la capucha de su chaqueta blanca puesta, y a asombro de todos, no llevaba paraguas (al igual que yo). También se habrían fijado en su expléndida figura, delgada pero con curvas. Tenía un pecho imponente, no muy grande, pero justo para su complexión; su cintura estaba bien marcada y sus caderas eran más que perfectas. Sus piernas rectas y largas invitaban a cualquiera al placer de subir por ellas. Yo no me fijé en eso. Se situaba en aquel rincon de la vieja estación para escuchar mejor los suaves golpecitos que producían las pequeñas gotas de la lluvia sobre el techo transparente de la estación. Se podía observar, hasta podías sentirlo tu mismo, como le relajaba ese sonido. Despacio, muy lentamente, iba cerrando los ojos, preciosos y grandes. Cuando los tenía completamente cerrados de repente aparecia en su precioso rostro esa sonrisilla pícara, imaginándose vete a saber que cosas. Me habría encantado pasearme por unos instantes por su mente y ver esas imágenes que se le aparecían y le alegraban tanto.